Por una de esas paradojas del destino, el más joven del grupo, el que
comenzó con menos aciertos, fue el que completó la obra de mayor
trascendencia: Vicente Gerbasi (1913-1992).Su enorme talento y su
perseverancia lo llevaron a buscar su voz más profunda hasta dar con ella
y darle cauce. Su vida se inicia en el pueblo que sus padres, inmigrantes
italianos, han escogido para tentar el porvenir: Canoabo. Una pequeña
aldea del estado Carabobo donde los días transcurren entre faenas de la
tierra y las noches con el aleteo de los murciélagos. Allí viene al mundo
Gerbasi, y es ese mundo el que va a convertirse en el leit motiv de su obra,
en su recurrencia arcádica, en el anclaje espiritual de sus años de
peregrinaje. Apenas entrando en la adolescencia su padre decide enviarlo a estudiar bachillerato a Italia, entonces ocurre el primer gran momento de su vida: toma conciencia de lo que deja atrás, lo cobija en la memoria como un tesoro inexpugnable, pero se qispone a ser testigo de la maravilla ajena del mundo. En uno de sus últimos libros, El solitario viento de las hojas, 1989, rememora los hechos:
En 1929 regresa al país, tiene dieciseis años y Valencia lo espera. Allí trabaja en un banco entre 1930 y 1936, pero alterna sus obligaciones laborales con la redacción de una revista literaria, Índice, que lo inicia en la que será una de sus fuentes vitales y laborales: la hechura de revistas culturales. Su traslado a Caracas en la fecha señalada lo acerca a las tertulias de los viemes que, comienzan a animar Queremel, Álvarez y Heredia, mientras tanto se desempeña como secretario del Concejo Municipal de Caracas y como redactor del diario Ahora. En 1937 va a dar inicio a su vida de autor, publica Vigilia del saúfrago (1937), ya sus palabras buscan a tientas la luz en el clima de Viernes. Este, su primer libro, es un intento fallido: no se reconoce una voz, se reconoce una búsqueda, se vive el trance de la emulación, de la fascinación por voces ajenas que, sin embargo, irán señalando un camino. En Bosque doliente ( 1940) si se anuncia la voz del gran Gerbasi que está por venir , aún cuando esa voz no sea todavía advertida por el autor como la que lo expresa plenamente.
En Poemas de la noche y de la tierra (1943) da un paso adelante en la definición de sus obsesiones. Se decanta su sentido cósmico que lo lleva a fIjar una mirada humilde, asombrada, frente a las operaciones desconcertantes de la naturaleza. Se afianza su sentimiento de lo ínfimo ante la magnitud de los astros y las constelaciones y, también, ya asoma la cabeza uno de sus mayores aportes a la lírica hispanoamericana: su particular transmutación de los hechos crudos en acontecimientos mágicos, desde su espacio telúrico. Ya, también, la noche como escenario privilegiado donde se desgrana el cuerpo del misterio, es abrazada por el poeta como la semilla de su estupor religioso. Afirma en "Canto a la naturaleza en la noche":
Pero el mismo año en que publica este libro, da a la luz pública otro de signo contrario: Liras (1943). Estrofas de cinco versos, con versos que riman el primero con el tercero, y el segundo con el cuarto y el quinto. Versos heptasílabos y endecasílabos, como los cultivaban Garcilaso y San Juan de la Cruz. Extraño paréntesis en su obra: ¿concesión a la crítica, ya no de los criollistas sino de los hispanizantes que reaccionan contra Viernes desde un orden castizo? De nuevo, es posible. Pero si la respuesta anterior de Gerbasi le abrió las puertas de su propia realización, esta es una calle ciega, es la nada de unas formas poéticas que no son las suyas, es la formulación inadecuada para una sensibilidad que desconoce los corsés de la rima, una sensibilidad que se realiza en los grandes espacios de su lenguaje particular, una sensibilidad que no puede atender al llamado al orden de la autoridad, si no quiere perderse en el laberinto. Como un boxeador que acusa el golpe y vuelve por sus fueros, Gerbasi publica el primero de sus grandes aportes, Mi padre, el inmigrante (1945), después de haber fatigado un camino ajeno. Sin embargo: ¿fue necesario el intento, trabajoso por lo extraño para sí mismo, de componer en un ambiente exactamente contrario al suyo, para lograr definir el propio, defmitivamente? Pues si parece. Es como si para apropiarse totalmente de su lenguaje el poeta hubiese requerido hablar otro, es como si para hablar perfectamente español necesitásemos intentar articular el sueco. ¿Defmición por oposición, paradoja de la asunción de lo propio en la experimentación de lo ajeno? Mi padre, el inmigrante es uno de los mayores poemas que se ha escrito en Venezuela. Bastante más allá de la elegía circunstancial o de la loa embelesada del hijo hacia el padre, el poema es una sinfonía de la circunstancia americana, escrutada por ojos que pueden verla desde la cercanía de la experimentación y desde la distancia del que comprende. Poema arquitectónico en su estructura y fIlosófico en su acento reflexivo: el hombre es una hoja zarandeada en el tiempo que busca, afanoso, una explicación de sus misterios. La noche, la muerte, el cosmos, el ciclo de la vida, el amor, son las islas en las que se detiene Gerbasi en su navegación memoriosa por los mares de su biografia afectiva. Mi padre, el inmigrante es, también, la relación de la trama entre el maestro y el discípulo, así como la rendición de cuentas familiar, dentro de un ciclo tácito de consolidación civilizatoria. Pero nada de esto sería posible si el centro de la hazaña gerbasiana no fuese el lenguaje: suntuosidad metafórica; claridad meridiana entre las sombras de la noche; precisión que va creando un clima, más que un registro; en suma: la trama de la palabra y de la emoción es una sola, disparo certero hacia la diana de la inteligencia. Al año siguiente el hijo de Juan Bautista Gerbasi publica Tres nocturnos (1946), suerte de ejercicio entre su logro anterior y su otro gran libro: Los espacios cálidos (1952). Si en Mi padre, el inmigrante el poeta alcanzaba a trazar el dibujo cósmico del anclaje patemo, en medio de un universo personal, en este libro el círculo abierto ya queda cerrado. La familia, el despertar de los sentidos, la infancia, la soledad, la nocturnidad, la melancolía, el espacio forestal, los cuerpos zoológicos, todos los ingredientes de su microcosmos de Canoabo están aquí en su apogeo. Cénit indiscutible de la trama poética que fue creciendo en Gerbasi (y con él) desde los atisbos de Bosque doliente (1940), doce años antes, pasando por los desvíos señalados y deteniéndose en esa otra joya de la poesía venezolana, que inaugura los grandes y complejos cantos al padre que han venido después. Apogeo de la mirada infantil que insufló de rnaravillas el verbo del poeta, desde su limpieza radicalmente honesta y conmovedora hasta la serena conmoción:
Sin embargo, luego de este paréntesis exteriorista, Gerbasi regresa por sus fueros con su poemario siguiente: Por arte de sol (1958). En cierto sentido, este libro es una coda, una apostilla de Los espacios cálidos, de allí que en muchos poemas se repiten aciertos anteriores y en otros se brindan nuevos aportes. Lo cierto es que el libro señala un agotamiento de sus procederes que lo acercan ya a ciertos rasgos retóricos. Pareciera que, en medio de la maestría del poeta, asomara su rostro cierto expediente formulario, aunque no se manifestara del todo. Ha debido ser un aviso para Gerbasi, una señal que indicaba que el camino estaba a punto de terminarse, que la calle más adelante era ciega. A partir de la instauración de la democracia en Venezuela en 1958 la vida de Gerbasi cambia. Se le destina al servicio exterior y comienza un periplo de varios años en el que se desempeñó como embajador de la república en países lejanos: Israel, Polonia, Dinamarca, entre otros. Se inicia así el poeta viajero, de estos años son Olivos de eternidad (1961), que recoge la experiencia en Israel, y Poesía de viajes (1968) , donde se trasega el frío de los países nórdicos. Ambos poemarios, no son demasiado bien recibidos por la crítica en su momento de aparición, aduciendo las mismas razones que esgrimí para los libros inmediatamente posteriores a Los espacios cálidos, razones que podrían resurnirse en una exagerada distancia entre el alma del poeta y el motivo del poema. Sin embargo, ya en Olivos de eternidad y más aún en Poesía de viajes se nota un cambio en la obra de Gerbasi. Es como si a partir de estos textos el autor se fuese moviendo hacia otros estadios a los que, en verdad, va a llegar con la publicación de Edades perdidas (1981). Los versos comienzan a ser menos largos, el tono de elegancia cadenciosa anterior cede frente a la magia de la desnudez del verso cada vez más corto. Pero el cambio no es meramente formal, es de dicción, es de construcción, de modo que la imagen trabajada limpiamente cede ante la fuerza metafórica de las cosas, como si se blandiese una espada minimalista. A su vez, en la medida en que se depura el poema de su lujo verbal, va ganando en emotividad y en fuerza. Esta transmutación le permite a Gerbasi volver sobre sus demonios como si nunca antes hubiera escrito una línea sobre ellos. Es una suerte de milagro de la metamorfosis: el poeta es el mismo, siendo radicalmente otro. Lo que la crítica vio como una constatación de la sequía, no era otra cosa que la pasantía por el desierto de la que resurgiría su verbo, como nuevo, sin historia. En este proceso como de cambio de piel un titulo hace el papel de la bisagra: Retumba como un sótano del cielo (1970).Punto intermedio entre la estructura del poema anterior y lo que alcanza elocuencia en Edades perdidas, punto de apoyo entre el verso largo del poema de mediano aliento y los versos cortos de los poemas breves.
En esta última, que ahora estudiamos, la impronta es genésica. El poeta es llevado por la mano del estupor a dibujar las escenas más atávicas, donde el estremecimiento signa lo cósmico, donde el planeta parece estrenarse con sus formas iniciales de vida. Esta perplejidad, que estaba presente en sus etapas anteriores, ahora cobra la fuerza inusitada de la inocencia. Gerbasi traza una paradoja: a medida que envejece va haciéndose cada vez más niño. Incluso su verbo va articulándose con la economía de los primeros asombros. Camina hacia la muerte y se reduce, se condensa, va al grano, hace de su vida un diario poético que va entregando por instancias. De hecho, Edades perdidas (1981), Los colores ocultos (1985), Un día muy distante (1988) y El solitario viento de las hojas (1989) son como cuatro momentos de un mismo libro. Los poemas de estos volúmenes responden a la misma respiración, a la misma música, al mismo dibujo entre gestualista y de ejecutor de mandalas. En ellos la absolutización de Canoabo, como el lugar de todos los acontecimientos, como el espacio de todos los espacios, sigue su curso arcádico, con una mínima diferencia: antes era nombrado metafóricamente, ahora el poeta pronuncia su nombre con frecuencia. En Iniciación en la intemperie (1990) , el autor se propone otro ajuste de cuentas, del mismo tenor y con la misma estructura que el que adelantó en Mi padre, el inmigrante, aunque de menores alcances. Si el diálogo en uno es con el padre, figura-eje de su cosmos personal, en este ocurre con un espacio, un tiempo, una huella indeleble: la infancia. Centro temático, fuente, eje único de toda la poesía gerbasiana. Su obra es como la autoexplicación del asombro inicial, con las palabras que el mismo asombro articula. Pero, también, es toma de conciencia de la ingrimitud, toma de conciencia de la intemperie en que transcurre la vida del hombre desde el mismo instante en que abre los ojos al mundo. Poesía ontológica que se explica el universo como un acto misterioso, mágico, sólo descifrable por el retruécano de la mano de Dios. Poesía religiosa en la medida en que expresa una perplejidad, más que una adoración, poesía religiosa en la medida en que expresa un anhelo de establecer un vínculo que encienda una luz. Poesía que brota de las noches vegetales del misterio, pero que mira el vuelo de las aves como una esperanza. Poesía que se articula desde una esquina dolorosa donde braman el miedo y la muerte. Al año siguiente el poeta entrega su último libro publicado en vida: Diamante fúnebre (1991). La muerte ha tocado las puertas de su casa y se ha llevado a su compañera de toda la vida: Consuelo Orta. Herida que intuye la antesala de su propia despedida, apura el lápiz y mira al cielo:
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